Caminábamos por una parte donde estaban reformando toda la calle, así que la vereda era una franja angosta de un metro y algo entre el frente de las casas y la valla con propaganda gubernamental. El sol ya estaba alto. Era una bola bien gorda y dorada y jugosa encima de la avenida, flanqueda por los edificios. Veníamos caminando en silencio -ella, sobre todo, re callada-, yo señalé el sol y dije "mirá: un kilo de oro". Le saqué la cartera y la empecé a llevar yo, estaba re pesada. Después encontramos un taxi que nos llevó a mi cama donde volvimos a cojer, y yo pensaba "si tanto le cabe para qué me dejó de querer". Antes de llegar al taxi y mirar al sol, pasamos por enfrente de un boliche. Había una piba sentada en el cordón de la vereda, con una amiga que desde encima de unos tacos le gritaba "Tenés que madurar, tenés que madurar".